1
Laura
Laura
se despertó de un sobresalto totalmente empapada en sudor. En la oscuridad de
la noche consultó los números rojos que el despertador proyectaba en el techo.
02:14 a.m. Se sentía extraña, un nudo le oprimía el estómago y la sangre la
golpeaba en las sienes. ¿Acababa de tener otra pesadilla? Quizás era la única
explicación lógica a aquel desasosiego que la embargaba sin motivo.
La
silenciosa cadencia nocturna impregnaba la habitación, sólo se escuchaban los
acelerados latidos de Laura que parecían tambores solitarios en medio de una
selva afónica. Se levantó, incapaz de volver a dormirse, y caminó descalza por
la habitación. Una suave brisa se colaba por la ventana abierta para refrescar
la asfixia de aquel julio, las horas de sol dejaban huellas impresas en el
asfalto y por la noche parecía como si miles de llamas se desprendieran del
suelo para internarse en el cuerpo de los barceloneses.
Laura
miró de refilón la mesilla de noche con el deseo irrefrenable de colgarse la
Luna de Ónixon del cuello, como si las palabras de su abuela María acabaran de
cobrar una importancia mayúscula y su ausencia los últimos catorce años fueran
el preludio de un ahora cargado de incertidumbre. ¿Debía acatar su destino?
¿Aquél del que María le hablo de pequeña?
Anclada
en los recuerdos de una noche lejana, se acercó a la mesilla. El cajón rodó por
los carriles sin soltar ni un solo ruido, como un testigo mudo de las
sensaciones de Laura. Las manos le temblaban cuando cogió el estuche de piel
celeste donde reposaba la Luna sobre un lecho de terciopelo turquesa. Se sentía
como Pandora cuando abrió la caja que condonó a los hombres, porque tenía la
certeza de que una vez la Luna pendiera de su cuello el pasado se desvanecería
en un futuro incierto.
Acarició
la piedra turquesa en forma de media luna que se engastaba en un extraño metal
con reflejos marinos y se vio transportada a una madrugada de su niñez, cuando
se enfrentó a la visión de la Luna por primera vez y a la enigmática
desaparición de su abuela María.
Recordó
con precisión el instante en el que el susurro ahogado de su nombre la
despertó. María se sentaba en su cama, muy cerca de Laura, quien dormía
arropada con una manta turquesa.
—Laura,
he de marcharme —le dijo María acariciando sus cabellos— ¡Oh cielo! Llegará un
día en el que la llamada de la Luna de Ónixon te traerá conmigo.
—¿Qué
es la Luna de Ónixon?
—Tu
herencia.
María
se desabrochó un poco la blusa para mostrarle a Laura la gargantilla sujeta con
una cadena de oro cerca de su pecho.
—¡Qué
bonita! ¿Puedo tocarla?
Sin
atender a las preguntas de Laura, María se levantó para perderse en la
oscuridad de la noche y no regresar jamás.
Los
catorce años que la separaban de la desaparición de su abuela no impedían que
Laura recordara cada una de sus últimas palabras, el olor dulzón de su colonia,
los grandes ojos azules llenos de lágrimas, las horas de agonía que se
sucedieron hasta la llegada de la madrugada en la que se enfrentó al dolor de
perder a un ser muy querido. ¿Dónde fue María? Durante largas noches de
ausencia Laura se sorprendió tejiendo las más rocambolescas explicaciones a una
desaparición que no tenía explicación alguna.
De
mayor intentó en vano descubrir la pista de su paradero, incluso recurrió a un
detective privado. Sin embargo, a María se la tragó la tierra.
El
recuerdo del colgante en el cuello de su abuela acompañó a Laura en el camino
de perder la infancia, recorrer la adolescencia y plantarse en la edad adulta.
Fue como si la Luna de Ónixon ejerciera un poder hipnótico en ella, como si
nada le pareciera tan sumamente bello como el recuerdo efímero de una noche
infantil.
En
la penumbra de su habitación, recordó el instante exacto en el que heredó la
Luna. Estaba de pie en el baño dando un último retoque al maquillaje cuando su
madre entró en silencio. Irene acabó de cerrarle los botones del traje de
novia, un vestido de impoluto blanco tejido en seda salvaje; era sobrio y
sencillo, parco en expresiones, pero altamente sensible, como Laura.
Irene,
sin mencionar una sola palabra, abrió un sobre que llevaba en la mano derecha y
extrajo de él el colgante que colocó en un lugar privilegiado de la novia, el
cuello descubierto por un generoso escote bañera.
—Llegó
por carta hace dos meses con una nota de María, me pedía que te lo entregara
hoy —le explicó a su hija.
Laura
sintió enseguida el aguijonazo de la traición.
—¿Y
no decía nada más? —El tono acusatorio de su voz acompañaba su rictus airado.
—Que
cuando sientas la llamada acudas a tu destino.
—¿Cómo
fuiste capaz de ocultármelo? —Laura levantó el dedo índice apuñalando el aire
hacia su madre—. ¿Cómo, conociendo mi obsesión por saber algo que explicara
aquella extraña desaparición? Llevo catorce años buscándola, intentando dar
sentido a su desaparición. ¡Esto demuestra que está viva en algún lugar!
—Ella
desapareció de nuestras vidas por iniciativa propia. —Irene ocultó su propio
dolor bajo un tono suave—. No puedes culparme por intentar darte una
sorpresa el día más feliz de tu vida.
Laura
acarició la Luna con los recuerdos acosándola.
—¿Por
qué se fue? —Su voz se tiñó de nostalgia mientras le arrebataba el sobre a su
madre para inspeccionarlo—. ¡No hay ninguna dirección! ¿Cómo es posible que no
haya sello? ¿Quién te entregó la carta?
—No
tengo respuestas, Laura. —Su madre desvió la mirada hacia el infinito—. Un día
encontré el sobre en el buzón y pensé que seguir las indicaciones de tu abuela
era lo más sensato.
La
mirada de Laura se ensombreció un instante antes de que sus manos depositaran
el sobre en el tocador.
—Pensaba
que confiabas en mí —musitó más calmada—. Llevo tantos años preguntándome qué
pasó…
—Olvídalo
y disfruta de este día. —Irene la abrazó con ternura—. ¡Te vas a casar!
Al
regresar a la realidad del presente el dolor por las pérdidas la azotó. El
recuerdo de su abuela la llevó inexorablemente hasta la muerte de su madre un
año atrás, cuando Tomás todavía la quería a su lado. La realidad era demasiado
amarga para aceptarla sin más: estaba sola, terriblemente sola desde que Tomás
se marchó.
No
conoció a su padre, jamás supo nada de él salvo su nombre: Tomás, el mismo que
su marido. Durante años fantaseó con la idea de verlo aparecer, abrazarlo y
sentirse parte de su vida, pero eso nunca ocurrió. A pesar del incansable
bombardeo de preguntas a su abuela y a su madre para averiguar cualquier cosa
sobre él, ellas esquivaban el interrogatorio con silencios incómodos. Tampoco
tenía hermanos ni primos ni tíos, por no tener no tenía ni amigas; Tomás fue su
marido, su amigo, su confidente, su hermano,… Al abandonarla la dejó huérfana
en su dolor. Eran como dos partes de un mismo ser que se quebró con la traición
de Tomás. Laura se apoyó en Tomás tras la desaparición de María y Tomás se
apoyó en Laura para superar el accidente de aviación que sesgó la vida de sus
padres cuando él tenía veinte años.
Laura
exhaló un profundo suspiro y caminó hacia el espejo de cuerpo entero con la
mente varada en la nostalgia. Seguía poseída por la extraña sensación en el
estómago que se negaba a abandonarla, como si presintiera los acontecimientos
futuros y el miedo ancestral a abandonarlo todo para seguir la llamada de Ónixon.
La
luz de la noche se colaba por la ventana abierta para delinear el reflejo de
Laura en el espejo, un reflejo mudo y sordo, como un espectro oscuro sin rasgos
que sostenía la cadena alrededor el cuello y la abrochaba con cuidado.
Cuando
la Luna entró en contacto con su piel, Laura sintió un chispazo antes de
enfrentarse a la escena. La Luna de Ónixon fue presa de un repentino fulgor
añil que aumentó de intensidad hasta convertirse en un sinfín de destellos,
como si miles de pequeñas luciérnagas azules se desprendieran de ella para
crear un aura brillante en la imagen del espejo. La figura de Laura se llenó
con el resplandor, sus contornos se fundían con las chispas azuladas, se
irradiaban de su aspecto terrenal para adoptar la forma sinuosa de un lugar
perdido en la memoria, un lugar donde la felicidad colmó las largas jornadas
infantiles de juegos con María: la entrada a La Gruta de Marinas.
—Mi
niña, no tengas miedo. —Laura buscó el origen de la voz de María que escuchaba
con nitidez. ¿Estaría alucinando? —. Te espera un gran futuro, debes
encaminarte hacia él.
—¿Abuela?
—preguntó mirando frenéticamente en todas direcciones—. ¿Eres tú abuela?
—Sigue
a la Launa de Ónixon. —susurró la voz de María.
Laura
empezó a moverse intranquila por la habitación. Tocó la Luna, el estuche, el
espejo. Se sentía al borde de un colapso nervioso, un agudo dolor en las sienes
martilleaba sus pensamientos, era incapaz de rendirse a una evidencia que
parpadeaba en su mente, una evidencia apuntada en el testamento de su madre y
que llevaba acompañándola desde aquella lejana madrugada en la que vio la Luna
por primera vez.
Se
sentó en el filo de la cama, retorcía las manos inquieta, sin decidirse a
afrontar la decisión que acababa de tomar, porque sabía que una vez la aceptara,
todo su mundo se desvanecería.
Cuando
se sintió preparada se levantó y se vistió sin abrir la luz. Si contemplaba la
cama en la que durmió junto a Tomás cuatro felices años de matrimonio estaba
segura de que se replantearía su decisión.
No
dejaba de ser una locura, quizás la luminiscencia fue producto de una mente
herida de soledad…
Estrujando
la Luna entre sus manos sudorosas, se dejó caer cerca del armario, con la
mirada perdida en el firmamento y la memoria anclada en Tomás. Estaba enamorada
de él desde que tenía uso de razón y no sabía cómo seguiría su vida sin él.
Desde que la abandonó por otra se sorprendía a todas horas preguntándose lo
mismo. Quizás ya era hora de afrontar la realidad y partir hacia lo
desconocido, quizás la Luna no se iluminó y todo era una jugada de un cerebro
ávido de alejarse del dolor, quizás…
Con
los ojos empañados en lágrimas evocó el día en que Tomás le pidió matrimonio.
Su relación se forjó durante años gracias a la cercanía de sus familias. Una
tarde, Tomás se presentó en la facultad de medicina; Laura tenía 24 años y
estaba en el último curso para conseguir el ansiado título. Tomás era seis años
mayor, tenía la licenciatura de Químicas y un buen puesto de trabajo en una
multinacional alemana que le ofrecía una interesante remuneración mensual.
Aquel
maravilloso día Tomás la esperaba a la salida de la facultad con una rosa en la
mano y una sonrisa radiante. Era un hombre de complexión atlética, con unos
ojos tan azules que recordaban un lago varado en medio del prado. ¡Estaba tan
guapo! Al verlo allí plantado, con la camisa blanca de hilo que contrastaba con
el moreno de su piel y los pantalones caquis arrugados tras largas horas
sentado en el despacho, se lanzó a sus brazos con emoción contenida.
—Tengo
una gran sorpresa para ti —le dijo Tomás con un halo de misterio en la voz.
Le
anudó un pañuelo de seda turquesa alrededor de los ojos y la condenó a una
dulce ceguera. Laura recordó el cosquilleo de emoción camino al coche, la
intensa curiosidad que la embargaba mientras Tomás conducía en silencio sin
contestar las preguntas que salían atropelladas de su boca. Cuando él detuvo la
marcha la ayudó a aparease y le pasó el brazo por los hombros mientras la
llevaba por un lugar donde apenas se escuchaban ruidos de tránsito.
—Ahora
te puedes sacar el pañuelo, ya hemos llegado.
Estaban
frente a una pequeña edificación a las afueras de la ciudad, rodeada de un
jardincito y toda pintada de azul.
—¡La
he comprado! —anunció Tomás triunfal.
Aquella
primera vez se aventuraron al interior de su casa unidos de la mano. Laura
observó con ilusión cada detalle. Se le formó un nudo en la garganta al
comprobar la decoración elegida por él, no había ni un solo detalle al azar.
La
casa tenía dos pisos. En la primera planta visitaron la cocina: un gran espacio
cuadrado con muebles blancos y algunos armarios en turquesa. Una ventana rezaba
sobre el fregadero y permitía la entrada a un potente chorro de luz natural a
través de unas cortinas de hilo semitransparentes. Las baldosas resplandecían
sobre los rayos solares y dejaban al descubierto un esmalte celeste.
Desde
una puerta de vaivén, con un ojo de buey en el centro, accedieron a un
salón-comedor rectangular con salida al pequeño jardín exterior. Las paredes
estaban pintadas del color del cielo, se respiraba un intenso olor a nuevo. Los
muebles de madera clara y cristal contrastaban con el enorme sofá floreado.
—¡Es
preciosa! -exclamó Laura—. ¿Cuándo has tenido tiempo de comprar y arreglar esta
casa?
Tomás
no contestó, le dio la mano y la condujo al piso superior por la escalera
metálica de caracol que serpenteaba desde el recibidor. Traspasaron el umbral
del dormitorio principal abrazados, la boca de él la recorría con frenesí, sus
manos acariciaban cada rincón de su cuerpo erizado de placer. La desnudó
lentamente, con manos expertas, sin apartar los ojos de sus pupilas que
lanzaban destellos de lujuria irrefrenable. Cuando la última prenda se deslizó
de sus manos, la llevó a la cama. Su propio anhelo lo embriagaba. Le hizo el
amor de manera salvaje, sus cuerpos sudorosos se dejaron arrastrar por el ardor
que enloquecía ambos corazones, latían al unísono en pro de una vida en
común. Y cuando el último gemido se apagó en el silencio, permanecieron
entrelazados largo rato en la cama, semicubiertos por las sábanas de algodón
azulino.
Sin
apartarse del calor de su amada, Tomás sacó un anillo de brillantes de debajo
la almohada y lo deslizó en su dedo.
—Laura,
te amo desde que éramos unos niños y no puedo imaginarme la vida sin ti. No
puedo esperar más, cásate conmigo.
¡Eran
tan bonitos los recuerdos de aquella tarde! Laura suspiró otra vez, evocar la
felicidad perdida la internaba en la agonía. ¿Cómo pudo él dejarla? Tres meses
después de aquella tarde se casaron, era felices. Entonces, ¿por qué se fue con
otra? ¡Fue todo tan repentino!
Durante
cuatro años fueron el matrimonio perfecto, hasta que una tarde Tomás apareció
en casa taciturno y con semblante acongojado. Laura estaba tirada en el sofá
con un libro en el regazo.
—Hola
Tomás — Lo miró extrañada —. ¿Qué haces tan pronto en casa?
—He
salido antes del trabajo. —Tomás se sentó a su lado con la mirada perdida
en la lejanía—. Laura, tengo que hablar contigo, es importante.
—Me
estás asustando. — Ella se enderezó con el presentimiento de que las
palabras de su marido serían demoledoras.
Tomás
desvió la mirada hacia el infinito, con la culpabilidad acosándolo.
—Esto
es muy difícil para mí. ¡Oh Laura! No quiero hacerte daño, pero tampoco puedo
renunciar a la felicidad.
El
corazón de Laura recibió una primera estocada que la dejó unos instantes sin
respiración.
—¿Acaso
no somos felices?
—Yo
no. No aquí contigo, no engañándote y engañándome a mí mismo.
Laura
se cubrió los ojos con las manos, incapaz de afrontar la mirada de su marido.
—¿Ya
no me quieres? —musitó entre sollozos callados.
—Siempre
te querré, pero ya no te amo —sentenció Tomás en un susurro—. Me he enamorado
de otra mujer y no puedo seguir ignorando mis sentimientos. Lo siento, me voy.
No
dijo nada más. Se levantó y la dejó allí quieta, con las lágrimas resbalando
impunes por las mejillas.
Cuando
cerró la puerta y murmuró un simple adiós, Laura se hundió.
Desde
ese instante vivió angustiada, lloraba a todas horas y era incapaz de aceptar
la realidad. El trabajo en el hospital la mantenía en pie durante unas horas,
pero cuando llegaba a casa el dolor reaparecía con fiereza.
2
Tomás
Tomás
se despertó de un sobresalto totalmente empapado en sudor a las 2:14 de la
madrugada del 14 de julio. Una extraña sensación le comprimía el estómago. En
su último sueño Laura se escapaba en medio de una espesa niebla, él le tendía
la mano en un intento de alcanzarla, pero la figura de su mujer se desdibujaba
lentamente y su mano se quedaba elevada en el vacío de la nada.
Buscó
el cuerpo de Laura a su lado para desembarazarse de la sensación de pérdida,
pero sus dedos acariciaron la figura de otra persona…
Atónito,
abrió los ojos desmesuradamente.
Se
sentó en la cama a recuperar los recuerdos, como si todos los sucesos de los
cuatro últimos meses acabaran de borrarse deliberadamente de su mente y
necesitara rescatarlos para entender qué hacía en casa de Maite.
El
zumbido del aire condicionado se acompasó con sus latidos cardíacos, estaba
demasiado nervioso para pensar con claridad, así que se levantó sin hacer ruido
y se fue a la cocina. Con la sangre palpitando en las sienes se preparó un
sándwich vegetal y lo acompañó con una dosis de ibuprofeno, pero la extraña
sensación en la boca del estómago no remitía, era como si varios gusanos se
pasearan impunes por sus tripas.
Caminó
por el salón a oscuras. Maite destacaba por un gusto decorativo más bien recargado.
Los muebles, grandes, macizos y con formas exageradas, llenaban los treinta
metros cuadrados del salón-comedor; encima de todas las superficies
susceptibles de ser ocupadas se asentaban los más inverosímiles objetos
decorativos que Maite compraba compulsivamente. ¿Cómo pudo vivir allí dos
meses? El ambiente era opresivo. El piso, situado en el centro histórico de
Barcelona, conservaba el enlosado y el techo original; si no fuera por los
muebles y los objetos decorativos sería una obra arquitectónica maravillosa.
Tomás
se acercó a la ventana de carpintería de madera oscura. Pisar con los pies
descalzos sobre la baldosa de cerámica verdusca le producía escalofríos.
La
ciudad dormía apacible, apenas se vislumbraban luces en los edificios
adyacentes. Un transeúnte caminaba despacio por la calle, era un chico joven,
de unos veinte años, que llevaba un casco en el brazo derecho. Cuando se
introdujo en una portería, Tomás sintió una descarga de adrenalina, ¡acababa de
recordar la tarde en la que vio a Laura por primera vez!
A
los seis años se pasaba las tardes fantaseando con la gente que veía a través
de la ventana, se inventaba historias acerca de ellos, les construía una vida,
un pasado, un bagaje… Uno era amigo de Mazinger Zeta, el otro tenía el reloj en
la muñeca que lo convertía en un integrante del Comando G, un marciano poseía
el cuerpo de una mujer despistada que acababa de caerse sobre la acera,… ¡así
llenaba su interminable lista de fantasías infantiles!
La
tarde en la que Laura apareció en su vida hacía frío, un frío glacial; él
estaba tan cerca de la ventana que el cristal no cejaba en el empeño de
entelarse con sus bocanadas de aire cálido que gracias a la calefacción
contrastaban con la baja temperatura exterior. Una muchacha caminaba despacio por
la acera, llevaba un largo abrigo marrón de lana y un bulto extraño cerca del
busto. Tomás le adjudicó la autoría de un artefacto para atrapar delincuentes
que se escondía en ese bulto. Siguió con la mirada cada uno de sus pasos y,
cuando la mujer se introdujo en su portería y escuchó el timbre, corrió al
recibidor a comprobar sus fantasías.
La
mujer se llamaba Irene y el bulto no era otra cosa que Laura, un bebé llorón
que Irene acunaba cerca de su pecho.
En
el momento en que Tomás vio a Laura, sintió cómo se revolvía algo en su
interior, como si acabara de recibir un chispazo del que ya nunca se
desprendería.
—Los
pequeños no pueden oír las conversaciones de los mayores —le dijo su madre
mientras acompañaba a Irene al salón—. Vamos, Tomas, sé un niño obediente y
vete tu cuarto.
Tomás
fingió acatar la orden, pero pasados unos minutos se deslizó sigilosamente por
el pasillo hasta la puerta entreabierta del comedor. Los adultos hablaban en
susurros apenas audibles, pero Tomás experimentó una agudeza especial en los
oídos y captó cada una de las palabras.
—María
está de camino, ella te ayudará en la crianza de la niña hasta que esté
preparada. —Era la voz de la madre de Tomás.
—No
debiste escaparte, Irene. El destino de tu hija está marcado desde el momento
en el que acogiste a su padre en tu vida. —El padre de Tomás hablaba en tono
severo—. ¿No te diste cuenta de que por muy lejos que llegaras siempre te
encontraríamos? Y es mejor que alguien se ocupe de prepararla para enfrentarse
a su destino.
—Ahora
soy consciente de ello, pero cuando Tomás desapareció mi vida se hundió, estaba
sola y embarazada y no pensaba con claridad. Ahora, con mi bebé en brazos,
estoy dispuesta a darle aquello por lo que ha nacido. —La voz de Irene estaba
teñida de tristeza—. Supongo que necesitaba entenderlo por mí misma. Además, no
sé si estaré preparada cuando Laura sienta la llamada, eso me aterra.
—Tienes
muchos años para prepararte para su marcha, —aseveró la madre de Tomás con
ternura—. ¡Disfrútalos!
Tomás
olvidó durante muchos años aquella conversación. Sabía que Laura era una niña
especial, lo presentía por el revuelo que se formó en su familia tras su
llegada, pero hasta ese instante no cobró importancia para él.
María
llegó horas más tarde y se llevó a Irene a su casa. Desde ese día las dos
mujeres y la niña pasaron a formar parte de su círculo. Con el paso de los
años, Tomás sintió cómo los lazos entre Laura y él se fortalecían hasta
convertirse en profundo amor. Los veranos de convivencia en la isla de Calasea
sirvieron para afianzar ese sentimiento. La soledad de las dos familias, el
mar, los acantilados…
Una
noche de verano, cuando Laura contaba con doce años y él con dieciocho,
actuaron como dos chiquillos enamorados y se escaparon para prometerse
amor eterno frente al mar. Dibujaron un corazón en la arena con sus nombres en
el centro y permanecieron toda la noche despiertos para ver la puesta de sol.
Allí, sentados ante la inmensidad del océano, sellaron su primer beso.
Después
de ese verano les fue imposible vivir el uno sin el otro. De vuelta a
Barcelona, les costaba robar instantes a la rutina para verse a solas, la
diferencia de edad pesaba demasiado, los padres de Tomás esgrimían ese
argumento para impedir el romance, pero ellos lograron saltarse todas las
barreras y acabaron por asentar su relación.
La
extraña desaparición de María afianzó los lazos indestructibles de la pareja.
Laura estaba muy unida a su abuela y sufrió un duro revés al no encontrarla a
su lado en la ardua tarea de alcanzar la adolescencia. La relación con su madre
siempre fue distante, Irene adoraba a su hija, pero jamás se acercaba a ella
demasiado; le daba cariño, amor y afecto sin llegar a intimar. El vacío que se
formaba entre madre e hija lo llenó él. Cuando dos años después los padres de
Tomás murieron en un accidente de avión, ella pasó a ser su única familia.
Fue
una relación predestinada a la felicidad que con el paso de los años se tornaba
más sólida. Laura entró en la facultad de medicina para cumplir su sueño:
convertirse en doctora. Tomás siempre fue un chico despierto e inteligente, con
dotes especiales para las ciencias, así que no le costó un gran esfuerzo
licenciarse en la facultad de químicas con excelentes calificaciones que le
permitieron encontrar un buen empleo y destacar en poco tiempo. Trabajaba
muchas horas al día, pero siempre encontraba tiempo para Laura.
Una
tarde, mientras Tomás conducía por las afueras de Barcelona por un asunto de
trabajo, vio una casa a lo lejos con el letrero “en venta” colgado de una
ventana. La visión de aquella destartalada edificación medio en ruinas, un
tanto apartada de la contaminación y el ruido de la ciudad, le llamó la
atención. Debajo del letrero encontró un móvil de contacto que no tardó ni un
segundo en marcar. Fue una decisión dictada por un impulso repentino, no sabía
por qué se decidió a concertar una cita para el día siguiente con el agente de
fincas ni por qué le hizo una oferta irrechazable al comprador al cabo de una
semana. Una vez firmó la escritura lo mantuvo en secreto, quería impresionar a
Laura cuando la casa estuviera perfecta para vivir.
Tardó
un largo año en arreglarla, las obligaciones laborales le dejaban poco tiempo
libre para esmerarse en la búsqueda de cada detalle. Recordaba con claridad el
día en que pagó la última factura de restauración y los operarios se alejaron
por la carretera para no regresar. La pintura azul recubría los muros
exteriores, el jardín de césped rodeaba la extensión a ambos lados del camino
de piedra que llevaba a la puerta de entrada y el sol se colaba a raudales por
las ventanas de carpintería de aluminio. No tardó ni una hora en comprar un
anillo de compromiso y plantarse ante la facultad de medicina en busca de
Laura. La felicidad rodeó los muros de su casa durante cuatro años, fueron un
matrimonio bien avenido y enamorado, entonces, ¿qué lo impulsó a abandonarla?
Se preguntó Tomás en la oscuridad de la noche.
—Mi niña, no tengas miedo. —Laura buscó el origen de la voz de
María que escuchaba con nitidez. ¿Estaría alucinando? —. Te espera un gran
futuro, debes encaminarte hacia él.
—¿Abuela?
—preguntó mirando frenéticamente en todas direcciones—. ¿Eres tú abuela?
—Sigue
a la Launa de Ónixon. —susurró la voz de María.
Laura
empezó a moverse intranquila por la habitación. Tocó la Luna, el estuche, el
espejo. Se sentía al borde de un colapso nervioso, un agudo dolor en las sienes
martilleaba sus pensamientos, era incapaz de rendirse a una evidencia que
parpadeaba en su mente, una evidencia apuntada en el testamento de su madre y
que llevaba acompañándola desde aquella lejana madrugada en la que vio la Luna
por primera vez.
Se
sentó en el filo de la cama, retorcía las manos inquieta, sin decidirse a
afrontar la decisión que acababa de tomar, porque sabía que una vez la
aceptara, todo su mundo se desvanecería.
Cuando
se sintió preparada se levantó y se vistió sin abrir la luz. Si contemplaba la
cama en la que durmió junto a Tomás cuatro felices años de matrimonio estaba
segura de que se replantearía su decisión.
No
dejaba de ser una locura, quizás la luminiscencia fue producto de una mente
herida de soledad…
Estrujando
la Luna entre sus manos sudorosas, se dejó caer cerca del armario, con la
mirada perdida en el firmamento y la memoria anclada en Tomás. Estaba enamorada
de él desde que tenía uso de razón y no sabía cómo seguiría su vida sin él.
Desde que la abandonó por otra se sorprendía a todas horas preguntándose lo mismo.
Quizás ya era hora de afrontar la realidad y partir hacia lo desconocido,
quizás la Luna no se iluminó y todo era una jugada de un cerebro ávido de
alejarse del dolor, quizás…
Con
los ojos empañados en lágrimas evocó el día en que Tomás le pidió matrimonio.
Su relación se forjó durante años gracias a la cercanía de sus familias. Una
tarde, Tomás se presentó en la facultad de medicina; Laura tenía 24 años y
estaba en el último curso para conseguir el ansiado título. Tomás era seis años
mayor, tenía la licenciatura de Químicas y un buen puesto de trabajo en una
multinacional alemana que le ofrecía una interesante remuneración mensual.
Aquel
maravilloso día Tomás la esperaba a la salida de la facultad con una rosa en la
mano y una sonrisa radiante. Era un hombre de complexión atlética, con unos
ojos tan azules que recordaban un lago varado en medio del prado. ¡Estaba tan
guapo! Al verlo allí plantado, con la camisa blanca de hilo que contrastaba con
el moreno de su piel y los pantalones caquis arrugados tras largas horas
sentado en el despacho, se lanzó a sus brazos con emoción contenida.
—Tengo
una gran sorpresa para ti —le dijo Tomás con un halo de misterio en la voz.
Le
anudó un pañuelo de seda turquesa alrededor de los ojos y la condenó a una
dulce ceguera. Laura recordó el cosquilleo de emoción camino al coche, la
intensa curiosidad que la embargaba mientras Tomás conducía en silencio sin
contestar las preguntas que salían atropelladas de su boca. Cuando él detuvo la
marcha la ayudó a aparease y le pasó el brazo por los hombros mientras la
llevaba por un lugar donde apenas se escuchaban ruidos de tránsito.
—Ahora
te puedes sacar el pañuelo, ya hemos llegado.
Estaban
frente a una pequeña edificación a las afueras de la ciudad, rodeada de un
jardincito y toda pintada de azul.
—¡La
he comprado! —anunció Tomás triunfal.
Aquella
primera vez se aventuraron al interior de su casa unidos de la mano. Laura
observó con ilusión cada detalle. Se le formó un nudo en la garganta al
comprobar la decoración elegida por él, no había ni un solo detalle al azar.
La
casa tenía dos pisos. En la primera planta visitaron la cocina: un gran espacio
cuadrado con muebles blancos y algunos armarios en turquesa. Una ventana rezaba
sobre el fregadero y permitía la entrada a un potente chorro de luz natural a
través de unas cortinas de hilo semitransparentes. Las baldosas resplandecían
sobre los rayos solares y dejaban al descubierto un esmalte celeste.
Desde
una puerta de vaivén, con un ojo de buey en el centro, accedieron a un salón-comedor
rectangular con salida al pequeño jardín exterior. Las paredes estaban pintadas
del color del cielo, se respiraba un intenso olor a nuevo. Los muebles de
madera clara y cristal contrastaban con el enorme sofá floreado.
—¡Es
preciosa! -exclamó Laura—. ¿Cuándo has tenido tiempo de comprar y arreglar esta
casa?
Tomás
no contestó, le dio la mano y la condujo al piso superior por la escalera
metálica de caracol que serpenteaba desde el recibidor. Traspasaron el umbral
del dormitorio principal abrazados, la boca de él la recorría con frenesí, sus
manos acariciaban cada rincón de su cuerpo erizado de placer. La desnudó
lentamente, con manos expertas, sin apartar los ojos de sus pupilas que
lanzaban destellos de lujuria irrefrenable. Cuando la última prenda se deslizó
de sus manos, la llevó a la cama. Su propio anhelo lo embriagaba. Le hizo el
amor de manera salvaje, sus cuerpos sudorosos se dejaron arrastrar por el ardor
que enloquecía ambos corazones, latían al unísono en pro de una vida en
común. Y cuando el último gemido se apagó en el silencio, permanecieron
entrelazados largo rato en la cama, semicubiertos por las sábanas de algodón
azulino.
Sin
apartarse del calor de su amada, Tomás sacó un anillo de brillantes de debajo
la almohada y lo deslizó en su dedo.
—Laura,
te amo desde que éramos unos niños y no puedo imaginarme la vida sin ti. No
puedo esperar más, cásate conmigo.
¡Eran
tan bonitos los recuerdos de aquella tarde! Laura suspiró otra vez, evocar la
felicidad perdida la internaba en la agonía. ¿Cómo pudo él dejarla? Tres meses
después de aquella tarde se casaron, era felices. Entonces, ¿por qué se fue con
otra? ¡Fue todo tan repentino!
Durante
cuatro años fueron el matrimonio perfecto, hasta que una tarde Tomás apareció
en casa taciturno y con semblante acongojado. Laura estaba tirada en el sofá
con un libro en el regazo.
—Hola
Tomás ¬Lo miró extrañada¬. ¿Qué haces tan pronto en casa?
—He
salido antes del trabajo. ¬—Tomás se sentó a su lado con la mirada
perdida en la lejanía—. Laura, tengo que hablar contigo, es importante.
—Me
estás asustando. –Ella se enderezó con el presentimiento de que las palabras de
su marido serían demoledoras.
Tomás
desvió la mirada hacia el infinito, con la culpabilidad acosándolo.
—Esto
es muy difícil para mí. ¡Oh Laura! No quiero hacerte daño, pero tampoco puedo
renunciar a la felicidad.
El
corazón de Laura recibió una primera estocada que la dejó unos instantes sin
respiración.
—¿Acaso
no somos felices?
—Yo
no. No aquí contigo, no engañándote y engañándome a mí mismo.
Laura
se cubrió los ojos con las manos, incapaz de afrontar la mirada de su marido.
—¿Ya
no me quieres? —musitó entre sollozos callados.
—Siempre
te querré, pero ya no te amo —sentenció Tomás en un susurro—. Me he enamorado
de otra mujer y no puedo seguir ignorando mis sentimientos. Lo siento, me voy.
No
dijo nada más. Se levantó y la dejó allí quieta, con las lágrimas resbalando
impunes por las mejillas.
Cuando
cerró la puerta y murmuró un simple adiós, Laura se hundió.
Desde
ese instante vivió angustiada, lloraba a todas horas y era incapaz de aceptar
la realidad. El trabajo en el hospital la mantenía en pie durante unas horas,
pero cuando llegaba a casa el dolor reaparecía con fiereza.
WOW!! Es muy muy fuerte que de un momento a otro te digan que ya no te aman, que le paso a Tomas para dejarla a si xD!! Me da mucha pena Laura, no se merecía algo a si.
ResponderEliminarMuy bueno !!
Besos
Pues no, no se lo merecía... Pero la vida siempre pone a todo el mundo en su lugar...
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